Etiquetas

, ,

De profesión, profesional

Mi experiencia en una Residencia para Personas Mayores.

la foto

Era mi primer día en una residencia para personas mayores de un pueblo pequeño, de cuyo nombre prefiero no acordarme.

Allí plantada delante de Ramón, que me miraba fijamente, me dije: “… Y ahora, qué hago”. Me había leído muchos libros sobre demencias, estaba haciendo el doctorado y acababa de finalizar un experto en gerontología y os juro que no tenía ni remota idea de qué hacer con ese hombre de 76 años, con deterioro cognitivo avanzado, sin hablar, con reflejo de presión y deambulismo.

Pasaron los días y me fui ubicando, fui aprendiendo de esas 60 personas a un ritmo inesperado y enseguida pude ir conjugando todo lo que había leído y estudiado con la realidad de esas personas.

Indescriptible el tesón y cariño con el que Eva, auxiliar de geriatría, cuidaba a Irene. Esta mujer llevaba años en estado vegetativo, inmóvil en la cama, pero que con ella hablaba a través de sus ojos. No se me olvida, eso no viene en los libros.

¡Ay Rosario! Que estaba en la residencia en contra de su voluntad, renegando de esa familia que la había abandonado a su suerte. Gruñona como ella sola, pero que al final se rendía ante tu sonrisa.

Lola, con sintomatología de Alzheimer, sobre todo una fuerte afasia. Todas las mañanas me seguía por los pasillos, me acompañaba en el despacho y al final del día con sus palabras confusas y su expresión penetrante, conseguía decirme: “¿Yo me voy contigo?

Esperanza, todos los días quería ir a cobrar su pensión y guardar bien sus billetes. Cualquier recorte de papel, le servía. Nunca un blíster de billetes de juguete, sumó tanto. De ella me quedó la expresión “naide”, me gusta más. Sus argumentos eran interminables y la crueldad de su enfermedad nos mostró el inventario característico del Alzheimer: adiós memoria, apraxia del vestir y agnosia… Es difícil describir lo que se sentía cuando de repente, te la encontrabas lavándose las manos en la taza del wáter.

Encarnita, que vivía incrédula de que sus hijas la hubieran dejado allí. Aparecía todas las mañanas con la cara embadurnada de crema, la hidratación de su piel, era lo primero. Conforme su deterioro fue avanzando, su actividad se fue reduciendo pero su entrega a todos los ejercicios era encomiable. Trabajamos la atención y concentración, la psicomotricidad fina y la discriminación visual, le decía: “Encarnita, ¡mira que torpe estoy, que iba a hacer un potaje y se me han juntado los garbanzos, las habichuelas y las lentejas, ¿me ayudas a separarlos para poder hacer la comida?… –¡Claro que sí, ahora mismo! Y así pasábamos el rato, intentando frenar a la enfermedad.

Encarna, viuda de un señor que fue cuponero, que se sintió útil cuando le pedía que me agrupara en montones una caja con miles de boletos de la ONCE que fui acumulando. No os podéis imaginar la cara que puso cuando se dio cuenta, al paso de los meses, que ya podía hacer su trabajo y seguir sin problemas cuando yo la interrumpía. Al principio ella contaba 1,2, 3… y de repente yo le preguntaba algo, ella contestaba y refunfuñaba: “ahora tengo que empezar de nuevo” A las semanas, continuaba el recuento después de una, dos o tres interrupciones.

¡Señorita picola!, me llamaba Antonia, en silla de ruedas y con graves secuelas por la artrosis. Vivió en una cueva, sin apenas recursos y sufriendo mucho, impensable para ella coger un lápiz, nos demostró lo fácil que es hacer feliz a la gente. Cada mañana, poníamos un lápiz en su atrofiada mano y garabateaba emocionada como quien dibuja una gran obra.

Podría seguir, Lorenzo, Isidra, María, Manuel, Paco, Rosario, Paquita … personas que en su mayoría se sentían abandonados a su suerte, agradecidos por tener derecho “a comida y cama” pero que jamás perdieron la sonrisa y su capacidad de querer. En año y medio recibí más abrazos que en toda mi vida. Tanto es así que cuando me fui, la mayor pérdida fue esas muestras diarias de afecto, creo que tuve un particular síndrome de abstinencia.

Ya lo decía Sofía en su post: “Y para eso buscaban a un profesional, no sólo una buena persona…”

Me acuerdo de una limpiadora que prohibía entrar a los residentes a sus habitaciones a lo largo de la mañana porque la ensuciaban. La auxiliar que sin ni siquiera un “buenos días” destapaba cruelmente a alguien que aún dormía porque tenía cinco minutos para ponerlo en la cola para entrar a desayunar. No se me olvida ese día en el que Visi, desde su silla de ruedas y con medias palabras le decía a una trabajadora que necesitaba que le cambiaran el pañal y ésta sin mediar palabra, allí, en el pasillo, le metió la mano por debajo de los pantalones y tiró del salvapañal diciendo “¡ya está!”.

Y que os digo de ese trío de directores, ilusionados por haberse convertido en empresarios pero sin formación. Día inolvidable, ese en el que la jefa de personal me decía entre risitas: “le tengo dicho a mi niño que no se deje tocar por los abuelos, que quién sabe…”

Yo era la psicóloga de la residencia y aunque el primer día de poco me sirvieron todos mis libros, poco a poco les encontré sentido y viví su aplicabilidad. Fui aprendiendo y seguro que cometí muchos errores, pero mi sentir profesional y mi formación me marcaban el camino para buscar soluciones y hacer la vida más agradable a esas personas que tanto me daban.

Allí me tatué entre mis principios, el deber de ser profesional, da igual cuál sea tu trabajo, y esto no se consigue sin intención, formación e innovación.

Leticia GP